Hoy, dieciséis de octubre de 2017, se celebra por segundo año consecutivo el Día Internacional de las Escritoras. A muchos de vosotros no os sonará de nada tal evento, al igual que a mí hasta última hora de esta mañana, por eso creo que debería comenzar por una breve introducción a su historia.
El Día de las Escritoras es una conmemoración iniciada el año pasado, concretamente en España, con el objetivo de recuperar el legado literario de las mujeres, hacer que se reconozca su papel en el mundo de la literatura y, sobre todo, combatir la discriminación que han sufrido y siguen sufriendo a lo largo de toda la historia, y es que lamentablemente, la desigualdad entre géneros abarca terrenos prácticamente desconocidos. Este evento anual surgió por iniciativa de la Biblioteca de España, la Asociación Clásicas y Modernas y la FEDEPE (Federación Española de Mujeres Directivas, Ejecutivas, Profesionales y Empresarias), para compensar la discriminación histórica de las mujeres en la literatura.
Quizá nos sorprendamos al escuchar que las mujeres también hemos sido discriminadas en el mundo literario, pero es muy fácil darse cuenta de que incluso así lo hemos estudiado. Sara Montero dijo en su publicación en EL MUNDO de 2016 que no existe palabra en masculino equivalente a "musa". El lenguaje sitúa a la mujer
como fuente de inspiración y al hombre como el creador que bebe de ese
halo y lo transforma en arte, por lo que desde el principio estamos dejando a la mujer en un papel secundario. Antes del Renacimiento los artistas eran considerados meros artesanos, porque Dios era el único que podía llamarse creador. Estas ideas consiguieron superarse, dejándolas atrás y dando paso al antropocentrismo. Los artistas pasaron a ser creadores, y sus disciplinas evolucionaron de trabajos meramente manuales a algo puramente intelectual; los hombres pasaron a ser dioses que concebían el mundo a su antojo, y mientras tanto, las mujeres siguieron siendo simples artesanas. Hoy por hoy continuamos arrastrando las cenizas de esas ideas.
No es difícil darse cuenta de que las voces femeninas en el mundo de los libros ha sido y sigue siendo acallada en entornos educativos. Tanto libros de texto como manuales específicos presentan una diferencia abismal entre autores y autoras, siendo el número de estas últimas considerablemente menor. De todas las lecturas obligatorias a lo largo de todos mis años de instituto, tan solo dos habían sido escritas por una mujer; solo una en la asignatura de Lengua y Literatura. Lo más triste de todo es que con ello hagan pensar a los estudiantes que la razón por la que apenas encuentran nombres de mujeres en sus libros no es un machismo emborronado, sino la falta de existencia de estas autoras.
Las editoriales no han sido nuestro único enemigo, ya que tanto el teatro como las tres principales artes también han ido tachando nuestros nombres. Son cientos las mujeres que recurrieron a pseudónimos masculinos para alcanzar así su merecido reconocimiento, de las cuales más famosas son Charlotte Brontë (Currer Bell) y sus hermanas Emily y Anne (Ellis y Acton Bell). Sin embargo, como he dicho, seguimos arrastrando viejas costumbres y prejuicios, como diría otra de nuestras camaradas, Jane Austen. Así, son muchas mujeres que en la actualidad siguen recurriendo a pseudónimos o, en otros casos, a siglas que cubran su verdadera identidad y de esa manera poder llegar a un público más amplio, como es el caso de E.L. James (Erika Leonard) y la aclamada J.K. Rowling (Joanne Rowling), quien en su caso llegó a adoptar en alguna ocasión un nombre masculino: Robert Galbraith. Además, lejos de haber superado esta lucha, las odiosas etiquetas han situado una vez más nuestra creación en un escalón inferior al de nuestro sexo opuesto, sin siquiera darnos muchas veces la oportunidad de clasificarnos por géneros (en cuanto a temática).
En la crítica actual, por ejemplo, también es muy frecuente encontrar una estrecha relación entre la “literatura femenina” y la “literatura comercial” de poca calidad y prestigio. —Jazmina Fuentes
Yendo aún más allá, la última vez que una mujer se llevó El Premio Nacional de Narrativa fue hace más de dos décadas, en 1995, por Carmen Riera. Y es que si la literatura que hoy día leemos está bajo manipulación machista, ¿cómo no van a estarlo los premios a los que aspiramos?
La escritora extremeña se sitúa sin duda entre mis autores favoritos —refiriéndome a masculinos y femeninos sin necesidad de hacerle sacrilegios a mi lengua. No he leído mucho de su obra, pero ya sabéis que dicen que lo bueno se da en pequeñas dosis. Durante el cuarto año de instituto me invitaron —que mandaron suena muy feo— a leer Algún amor que no mate, en clase de Ética. Puede que fuera joven para llegar a entender el significado intrínseco de la obra, pero en lo que calculo que fueron tan solo un par de horas de lectura consiguió atraparme tanto como para volver a leerlo innumerables veces más. Dos años después volvíamos a encontrarnos en Lengua y Literatura con La voz dormida, un libro de una mujer sobre mujeres, el cual estoy esperando volver a leer. Ya os hablé de éste último en la entrada que escribí hace un año sobre la presentación del libro de Pérez-Reverte. La mujer que iba a morir... Una mera coincidencia que con el paso de los años volvía a llevarme a ella.
El motivo por el que adoro tanto a esta autora es su pausada prosa, la cual definiría como algo puramente perteneciente al mundo sensible, si me permitís el término platónico. Tiene un lenguaje totalmente sensitivo, calmado, que te desgarra lo más profundo del alma, en ese rincón que no se le puede enseñar a nadie. Hace que, por explicarlo de alguna manera, te detengas en los detalles pasajeros, aquellos que muchos lectores podamos pasar por alto o demos por hecho, situaciones ordinarias que van mucho más allá, haciendo que vivas la narrativa en un nivel emotivo por encima de lo común.
Acostumbrarse es otra forma de morir. —Dulce Chacón
Lo cierto es que apenas acabo de empezar a leerla, por lo que no me considero capaz de opinar acerca de su estilo. Sin embargo, sí que he estudiado sus ideas. Se trata de otro nombre emborronado en los planes de estudios de los institutos, esta vez en Filosofía.
Arendt dedicó su tiempo a reflexionar sobre los recovecos de la naturaleza humana, y uno de los temas que trata más interesantes es su estudio sobre la banalidad del mal, el cual desarrolla en su libro Eichmann en Jerusalén. En él plantea que la moral autónoma de una sociedad es el legislador, por lo que, partiendo del nazismo, los hombres como Eichmann no eran monstruos ni pozos de crueldad, sino que hacían lo que hacían por ser operarios dentro de un sistema basado en actos de exterminio. En otras palabras: algunas personas actúan dentro de las reglas de su sistema sin reflexionar sobre sus actos ni sus consecuencias, sino que actúan a partir del cumplimiento de normas. Estas personas o asociaciones no funcionan con la moral, la cual no forma parte de su reglamento, pero sí con la disciplina. Arendt no lo utiliza como excusa para el nazismo, ella misma fue una judía exiliada durante la guerra, sino que intenta buscar una explicación que vaya más allá del prototipo de moral social que se creó a partir de los Juicios de Núremberg. Quizá por eso me llama tanto la atención, porque hace que nuestra visión de blanco y negro sobre los vencedores y vencidos de la guerra se convierta en una amplia escala de grises.
El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución. —Hannah Arendt
Así, os impulso a ampliar la lista femenina de vuestra biblioteca, a que os mezcléis entre las voces que la historia y la educación han ido silenciando, porque hoy les toca a ellas.
Por ellas.
Por nosotras.
Para nosotras.