Hay un largo, largo camino...

Hace prácticamente poco que, los muy telespectadores lo sabréis bien, se ha estrenado una nueva serie en Antena 3 sobre la Guerra del Rif (1911 - 1927) llamada Tiempos de guerra (¿existe un título más apropiado?). Lo cierto es que, a pesar de sus exageradas escenas de amor, de las cuales muchas no vienen ni a cuento, no tengo ninguna pega que ponerle —aunque tampoco es que pueda; no tengo ni idea de la Guerra del Rif—, pero sí es cierto que hay veces en las que adquiere ese carácter empalagoso de las telenovelas. En cuanto vi los uniformes de la Cruz Roja de la época de la primera guerra mundial por televisión no pude resistirme, y he de admitir que la espera se hizo larga. Si hay algo en lo que el cine y la televisión española están avanzando de una vez por todas es en las ambientaciones de época, lo cual echaba bastante de menos desde Gran Hotel, también protagonizada por Amaia Salamanca. 

Como sabéis, este tipo de cine (tanto películas como series) es algo más que santo de mi devoción. Pues bien, no recuerdo exactamente dónde encontré la recomendación de una serie similar a ésta, solo que esta vez, a la inglesa —permitidme que os diga, que de los patrióticos ingleses no se puede esperar nada malo, así que evidentemente me lancé a verla. Esperaba algo maravilloso, sobre todo teniendo en cuenta cuál era la productora: la BBC, la bendita BBC, pero lo cierto es que les dio mil vueltas a mis prejuicios. The Crimson Field (el campo carmesí), un título igual de idílico, pero más poético y metafórico, es decir, a la inglesa.

Esta vez, diferenciándose con la española, tratamos evidentemente la Gran Guerra (1914 - 1918), y nos trasladamos a un hospital de campaña situado en tierras francesas, a apenas unos kilómetros del frente. Permitidme comenzar mi oda por los créditos que introducen cada capítulo. Tiempos de guerra ya me tiene enamorada de los suyos, todo por esa estética antigua, desgastada, con ese fabuloso uso de la epístola y la ilustración al estilo atlas anatómico que más no puede gustarme, por no hablar de la banda sonora. Sin embargo, The Crimson Field es capaz de dejarme con el corazón en un puño cada vez que veo los créditos debido a su casi molesta perfección, llenándolos de simbolismo. La BBC decide usar también esas cartas a mano que nos trasladan a la época y nos hacen pensar en esas esperas angustiosas por que llegase el correo. La estética envejecida sigue ahí, pero es su simbología lo que más me llama la atención y lo que hace que se me queden las imágenes clavadas en la mente, y es que se centran en el uso de esas poppies (amapolas), las cuales —gracias a las clases magistrales de ciertos entusiastas de la Batalla de la Albuera— he llegado a entender que se convertía en emblema de los fallecidos en combate en tiempos napoleónicos, retomándose durante este conflicto, y posteriormente en otros muchos, por parte de los británicos, gracias a un poema de John McRae, titulado En los campos de Flandes. Así, los créditos nos muestran esos campos repletos de rojo, llevándonos a otra metáfora entre el rojo de las flores y el rojo de la sangre de los soldados. Además, estas frágiles florecillas, en un principio rotas y casi destruidas, van reparándose poco a poco y cosiéndose los pétalos ellas mismas, y es que no olvidemos que nos encontramos en un hospital, donde la labor de las enfermeras adquiere el protagonismo.

Quizá es ese otro de los motivos por los que merece la pena ver la serie: por el punto de vista femenino sobre la guerra, aunque si bien es cierto que no es nada novedoso, pues son muchas las obras que nos permiten observar esta perspectiva, sin embargo, eso no le resta calidad. Empezamos la serie siguiendo el viaje de tres voluntarias enfermeras, cuyas historias, a base de finas pinceladas, se nos irán desvelando, sobre todo la de una especial protagonista, Katherine. Se juntarán con otros personajes como los de los médicos, los encargados, las enfermeras jefe, o el jefe de sanidad del hospital, de los cuales también averiguaremos poco a poco aspectos de su vida, y con los que surgirá algún amor prohibido que, gracias a dios, no roba importancia al resto de tramas (será poco, pero suficiente). En un segundo plano ocurrirán historias que te harán tener la caja de pañuelos bajo el brazo, y que alguna vez que otra te harán retorcerte de rabia; historias que nos enseñarán la crueldad de la guerra, sin romantizárnosla en ningún momento (algo que suele pasar en este tipo de series). Un soldado con problemas psicológicos que se tambalea entre la posibilidad de ir a casa y la obligación de volver al frente; un general que no quiere separarse de su regimiento; un irlandés que se niega a vestirse de caqui; la envidia que corrompe a la que debería haber sido enfermera jefe; la situación de un padre y una hija como refugiados; el amor dividido por la lucha entre ambos bandos; la pérdida; el miedo al volver al frente de unos y el miedo a ser despreciados en casa de otros; la bondad de las enfermeras; el significado de la traición; lo que suponía el simple hecho de leer poesía alemana... Todos ellos son temas tratados a lo largo de tan solo seis capítulos. 

Además, para aquellos que seáis aficionados a investigar sobre esta época, veréis detalles implícitos que os sonarán, ese tipo de detalles que no se explican y que solo el informado entiende, lo cual hace todo más realista y estudiado. Detalles como el significado de la pluma blanca, o canciones como There's a long long trail a-winding, muy cantada durante el conflicto. 

La imagen, por supuesto, ni falta hace decirlo, al igual que el vestuario, es impecable. Nunca me hartaré de ver esos uniformes militares que, no sé si estaréis de acuerdo conmigo, hacen inevitable que caigas prendida de sus protagonistas. Pero no son para menos los de las enfermeras, con ese azul que las hace parecer verdaderos ángeles caídos del cielo en medio de todo un infierno. Ni que hablar del papelón de su reparto, todo él verdadera sublimidad. Ya había visto a Richard Rankin (Capitán Gillan) últimamente por Outlander, otra de mis favoritas, pero he de decir que el verlo sin barba y adoptando algo más de carácter que con el personaje introvertido de Roger, me ha dejado sin palabras. Es de estas veces que lamentas la escasez de filmografía. Oona Chaplin también es de digna mención por su papel de voluntaria y quizá protagonista (Katherine), pues comienza con una fuerza desmesurada que a todos nos hace adorarla desde el primer momento. Amarás la dulzura de Alice St. Claire (Flora) y llegarás a odiar a Marianne Oldham (Rosalie), pero acabarás por encariñarte con cada uno de ellos sin más remedio. Además, para los que ya sois fans de las "a la inglesa", os reencontraréis con algún que otro personaje de la inolvidable Downton Abbey.

Sin necesidad de profundizar tanto como estamos acostumbrados —porque seamos sinceros, no nos conformamos nunca con poco—, The Crimson Field es capaz de dejarte con muchísimas ganas de más, pues la serie fue cancelada tras esta primera temporada, pero dejarte a la vez con una sensación de perfección que parece imposible superarla, con la que llegarás a pensar que no sería necesaria otra temporada y que todo acaba muy en su sitio. Lo bueno si breve, dos veces bueno —la serie a la inglesa no podría tenerlo mejor.



Para nosotras







Hoy, dieciséis de octubre de 2017, se celebra por segundo año consecutivo el Día Internacional de las Escritoras. A muchos de vosotros no os sonará de nada tal evento, al igual que a mí hasta última hora de esta mañana, por eso creo que debería comenzar por una breve introducción a su historia.

El Día de las Escritoras es una conmemoración iniciada el año pasado, concretamente en España, con el objetivo de recuperar el legado literario de las mujeres, hacer que se reconozca su papel en el mundo de la literatura y, sobre todo, combatir la discriminación que han sufrido y siguen sufriendo a lo largo de toda la historia, y es que lamentablemente, la desigualdad entre géneros abarca terrenos prácticamente desconocidos. Este evento anual surgió por iniciativa de la Biblioteca de España, la Asociación Clásicas y Modernas y la FEDEPE (Federación Española de Mujeres Directivas, Ejecutivas, Profesionales y Empresarias), para compensar la discriminación histórica de las mujeres en la literatura. 

Quizá nos sorprendamos al escuchar que las mujeres también hemos sido discriminadas en el mundo literario, pero es muy fácil darse cuenta de que incluso así lo hemos estudiado. Sara Montero dijo en su publicación en EL MUNDO de 2016 que no existe palabra en masculino equivalente a "musa". El lenguaje sitúa a la mujer como fuente de inspiración y al hombre como el creador que bebe de ese halo y lo transforma en arte, por lo que desde el principio estamos dejando a la mujer en un papel secundario. Antes del Renacimiento los artistas eran considerados meros artesanos, porque Dios era el único que podía llamarse creador. Estas ideas consiguieron superarse, dejándolas atrás y dando paso al antropocentrismo. Los artistas pasaron a ser creadores, y sus disciplinas evolucionaron de trabajos meramente manuales a algo puramente intelectual; los hombres pasaron a ser dioses que concebían el mundo a su antojo, y mientras tanto, las mujeres siguieron siendo simples artesanas. Hoy por hoy continuamos arrastrando las cenizas de esas ideas.

No es difícil darse cuenta de que las voces femeninas en el mundo de los libros ha sido y sigue siendo acallada en entornos educativos. Tanto libros de texto como manuales específicos presentan una diferencia abismal entre autores y autoras, siendo el número de estas últimas considerablemente menor. De todas las lecturas obligatorias a lo largo de todos mis años de instituto, tan solo dos habían sido escritas por una mujer; solo una en la asignatura de Lengua y Literatura. Lo más triste de todo es que con ello hagan pensar a los estudiantes que la razón por la que apenas encuentran nombres de mujeres en sus libros no es un machismo emborronado, sino la falta de existencia de estas autoras.

Las editoriales no han sido nuestro único enemigo, ya que tanto el teatro como las tres principales artes también han ido tachando nuestros nombres. Son cientos las mujeres que recurrieron a pseudónimos masculinos para alcanzar así su merecido reconocimiento, de las cuales más famosas son Charlotte Brontë (Currer Bell) y sus hermanas Emily y Anne (Ellis y Acton Bell). Sin embargo, como he dicho, seguimos arrastrando viejas costumbres y prejuicios, como diría otra de nuestras camaradas, Jane Austen. Así, son muchas mujeres que en la actualidad siguen recurriendo a pseudónimos o, en otros casos, a siglas que cubran su verdadera identidad y de esa manera poder llegar a un público más amplio, como es el caso de E.L. James (Erika Leonard) y la aclamada J.K. Rowling (Joanne Rowling), quien en su caso llegó a adoptar en alguna ocasión un nombre masculino: Robert Galbraith. Además, lejos de haber superado esta lucha, las odiosas etiquetas han situado una vez más nuestra creación en un escalón inferior al de nuestro sexo opuesto, sin siquiera darnos muchas veces la oportunidad de clasificarnos por géneros (en cuanto a temática).

En la crítica actual, por ejemplo, también es muy frecuente encontrar una estrecha relación entre la “literatura femenina” y la “literatura comercial”  de poca calidad y prestigio. —Jazmina Fuentes

Yendo aún más allá, la última vez que una mujer se llevó El Premio Nacional de Narrativa fue hace más de dos décadas, en 1995, por Carmen Riera. Y es que si la literatura que hoy día leemos está bajo manipulación machista, ¿cómo no van a estarlo los premios a los que aspiramos?



Como es oportuno, no me gustaría cerrar la entrada sin antes recomendaros a dos autoras. No pertenecen a la casta feminista, como sí lo es Virginia Woolf, ni siquiera son de las más conocidas, pero ya sabéis que yo rehuso de lo distinguido. Para encontrar eso basta teclear unas simples palabras en cualquier buscador. Escritoras feministas, mejores escritoras, escritoras conocidas... Aquel que aconseja lo mundialmente conocido no es más que un necio. Por ello me gustaría comenzar con mi única lectura femenina en el instituto: Dulce Chacón.

La escritora extremeña se sitúa sin duda entre mis autores favoritos —refiriéndome a masculinos y femeninos sin necesidad de hacerle sacrilegios a mi lengua. No he leído mucho de su obra, pero ya sabéis que dicen que lo bueno se da en pequeñas dosis. Durante el cuarto año de instituto me invitaron —que mandaron suena muy feo— a leer Algún amor que no mate, en clase de Ética. Puede que fuera joven para llegar a entender el significado intrínseco de la obra, pero en lo que calculo que fueron tan solo un par de horas de lectura consiguió atraparme tanto como para volver a leerlo innumerables veces más. Dos años después volvíamos a encontrarnos en Lengua y Literatura con La voz dormida, un libro de una mujer sobre mujeres, el cual estoy esperando volver a leer. Ya os hablé de éste último en la entrada que escribí hace un año sobre la presentación del libro de Pérez-Reverte. La mujer que iba a morir... Una mera coincidencia que con el paso de los años volvía a llevarme a ella.

El motivo por el que adoro tanto a esta autora es su pausada prosa, la cual definiría como algo puramente perteneciente al mundo sensible, si me permitís el término platónico. Tiene un lenguaje totalmente sensitivo, calmado, que te desgarra lo más profundo del alma, en ese rincón que no se le puede enseñar a nadie. Hace que, por explicarlo de alguna manera, te detengas en los detalles pasajeros, aquellos que muchos lectores podamos pasar por alto o demos por hecho, situaciones ordinarias que van mucho más allá, haciendo que vivas la narrativa en un nivel emotivo por encima de lo común.

Acostumbrarse es otra forma de morir. —Dulce Chacón

La siguiente escritora que también me gustaría recomendaros, aunque no toca el terreno de la ficción, es una filósofa alemana, a pesar de que no le gustaba ser considerada como tal. Hannah Arendt fue una de las voces más brillanes del siglo XX, cuya obra se ve enormemente marcada por el nazismo —ya podéis averiguar el porqué de mi súbito interés hacia su obra. 

Lo cierto es que apenas acabo de empezar a leerla, por lo que no me considero capaz de opinar acerca de su estilo. Sin embargo, sí que he estudiado sus ideas. Se trata de otro nombre emborronado en los planes de estudios de los institutos, esta vez en Filosofía. 

Arendt dedicó su tiempo a reflexionar sobre los recovecos de la naturaleza humana, y uno de los temas que trata más interesantes es su estudio sobre la banalidad del mal, el cual desarrolla en su libro Eichmann en Jerusalén. En él plantea que la moral autónoma de una sociedad es el legislador, por lo que, partiendo del nazismo, los hombres como Eichmann no eran monstruos ni pozos de crueldad, sino que hacían lo que hacían por ser operarios dentro de un sistema basado en actos de exterminio. En otras palabras: algunas personas actúan dentro de las reglas de su sistema sin reflexionar sobre sus actos ni sus consecuencias, sino que actúan a partir del cumplimiento de normas. Estas personas o asociaciones no funcionan con la moral, la cual no forma parte de su reglamento, pero sí con la disciplina. Arendt no lo utiliza como excusa para el nazismo, ella misma fue una judía exiliada durante la guerra, sino que intenta buscar una explicación que vaya más allá del prototipo de moral social que se creó a partir de los Juicios de Núremberg. Quizá por eso me llama tanto la atención, porque hace que nuestra visión de blanco y negro sobre los vencedores y vencidos de la guerra se convierta en una amplia escala de grises.

El revolucionario más radical se convertirá en un conservador el día después de la revolución.  —Hannah Arendt



Así, os impulso a ampliar la lista femenina de vuestra biblioteca, a que os mezcléis entre las voces que la historia y la educación han ido silenciando, porque hoy les toca a ellas.

Por ellas.
Por nosotras.
Para nosotras.

Los enigmas del maestro

Como ya sabéis muchos de vosotros, tengo la maravillosa suerte de vivir en una de las ciudades más movidas de todo el país, sin tener que ser por ello la más grande. Y con movida me refiero a que Salamanca es una localidad llena de oportunidades día tras día. Ayer esa oportunidad fue la de conocer la obra de Christian Gálvez cara a cara, tal y como él lo ha titulado. Ello me recuerda a mi último y primer encuentro literario el año pasado con mi queridísimo Arturo Pérez-Reverte, una de las mejores experiencias que he podido vivir hasta ahora, y no solo en términos literarios, sino políticos, quizá, hasta de algún modo y sin miedo a admitirlo, morales. 

Personalmente, no sabía nada del interés de Christian —para nada limitado— por lo relacionado con la Historia del Arte. Desconocía cualquier cosa que fuera más allá de la horrible programación de Mediaset (aunque su programa puede que se abstenga de mi disgusto), sobre todo si hablamos de un canal en concreto —sí, ya estoy saltando a la palestra con críticas demasiado atrevidas—, por lo que puede que al entrar en el teatro pecara de prejuicio. ¿Qué va a saber este presentador de tele sobre uno de los artistas más importantes de la historia? Todo fue hasta que vi el enorme tocho encima de la mesa. A lo mejor este hombre, tan desconocido aparentemente para mí, de verdad tenía algo que contar. Al final de la presentación: toma postjuicio.


Después de haberse adentrado en ámbito de ficción, esta vez Christian Gálvez presenta una auténtica obra de análisis exhaustivo cuya cuestión principal es, ¿y si el rostro que hoy conocemos como Leonardo, no fuera realmente él? Una de las primeras cosas que dijo en el encuentro fue que la figura de da Vinci esconde muchos menos enigmas de los que nos hacen creer, lo cual no pongo en duda, y es que el ser humano no es capaz sosegar su intelectual sin un puñado de turbias conspiraciones. 

Hoy día llamamos autorretrato de Leonardo da Vinci a un dibujo que apareció casi tres siglos después de que muriera el supuesto autor. No lo tacho de imposible, pero que el autor de la fotografía a ese dibujo pusiera "yo creo que ese es Leonardo" no me convence como teoría (que fuera romanticista tampoco, y que antes de que apareciera fuera representado de manera casi totalmente distinta, mucho menos). No hay pruebas de ningún tipo que demuestren que aquél era Leonardo, simplemente nos hemos autoconvencido durante otros dos siglos que así era, por mera especulación. Ahora viene un hombre de treinta y siete años, sin ninguna titulación en Historia del Arte, y te destroza la hipótesis. 

No diré más acerca del presunto rostro del genio renacentista, eso lo dejo en manos del escritor y su libro. Sin embargo, sí que os hablaré de esa presentación que acabó siendo una verdadera clase magistral sobre arte renacentista por la que ya podrían darme algún crédito. 

Christian Gálvez trata de desmontar, o quizá más bien objetivar, los mitos y enigmas que rodean al artista italiano. ¿Si de verdad era un antibelicista, por qué su ingeniería militar es tan reconocida? Además, lo que conocemos hoy como los inventos de da Vinci, no eran más que proyectos mejorados. ¿Era por ello menos genio? No lo creo. ¿Cuál era su orientación sexual? Una pregunta que no entiendo por qué se ha puesto tan de moda en ámbitos históricos. Nos encanta jugar con las teorías, pero lo que la verdad dice, lo que Leonardo dice, es que aborrecía el sexo, y todo a raíz de una falsa acusación por sodomía que lo mantuvo preso durante algunos meses. Tanto es así, que él mismo decía que si la humanidad dependiera de él, se extinguiría. ¿Eso lo convierte en homosexual? Pienso que no. ¿Y en heterosexual? Tampoco. 

Pero hablemos de la escritura especular que tanto caracteriza a nuestro polifacético artista. ¿Por qué nos hemos empeñado en pensar que Leonardo tenía esa extraña manía de escribir al revés porque quería esconder todo aquello cuanto contaba en sus tratados? Lo sentimos mucho, Dan Brown, esto quizá me duele más que a ti, pero si Leonardo hubiera querido esconder algo de la sociedad no creo que se lo hubiese brindado precisamente a la familia más poderosa de toda Italia, los Medici. Además, ¿es que nadie tenía un dichoso espejo en aquella época? ¿No podía ser tan solo que el genio era mayoritariamente zurdo y no le apetecía lo más mínimo emborronar sus escritos? Especulaciones y más especulaciones.

Lo más curioso es que no era el único en escribir así —principalmente porque esa costumbre puede ser bastante común en los primeros años de aprendizaje de la escritura, y puede llegar a prolongarse. Además, es todavía más usual en personas zurdas o ambidiestras, ejem, Leonardo. Esto no termina aquí, y es que sin tener que moverme de casa, puedo llegar a encontrar un ejemplar de la biblioteca de mi universidad en el que se ve perfectamente el uso de esta técnica. Así que siento decir que Leonardo no era el único que conocía este secretismo.



Esto es la captura cogida del libro de Christian, refiriéndose al Astronomicum Caesareum de Petrus Apianus y la aparición de escritura especular en el colofón de la obra.


Y esta es una captura de un archivo PDF que vosotros mismos podéis descargar en Google con tan solo buscar el nombre del libro y el autor, por si sois como yo y no os fiabais de él, o ni siquiera de mí.

He de añadir que esa escritura que todos nos parece tan enigmática no es nada complicada de reproducir, ya que hasta yo misma lo he intentado con una de las palabras más complicadas según las páginas que formulan este planteamiento.



No obstante, no pienso que la palabra adecuada sea desmontar, ni echar por tierra. Puede que desmitificar sí, pero tirar por la borda todo lo que conocíamos hasta ahora de Leonardo, permitidme dudarlo.

Christian Gálvez no deja de ser al fin y al cabo un filósofo a mi parecer —¿aficionado? Por supuesto—, experto en el Renacimiento, que en vez de preguntarse por nuestro origen y la causa de todo, se pregunta por qué cara tendría un hombre del siglo XV. Y digo filósofo porque, al menos hasta donde yo sé, no trata de enseñarnos la verdad única e imponernosla, sino que se pregunta por ella, duda de todo lo que conocemos, investiga, plantea todas las respuestas posibles y continúa preguntándose si habrá llegado a la correcta. Así deberíamos ser muchos a la hora de hablar sobre lo que creemos que sabemos, ya no solo a la hora de discutir sobre si un pintor era heterosexual u homosexual, o practicaba el celibato, sino a la hora de conocernos a nosotros mismos. ¿Qué sabemos? ¿Realmente lo que sabemos es del todo cierto? ¿Y si no es así, por qué estamos empeñados en afirmarlo? 

Así que, querido Christian, ayer desmontaste todas y cada una de mis teorías. Sin embargo, he de agradecértelo llanamente, ya que has provocado en mí el renacer de las dudas —quizá nunca mejor dicho— y has sembrado otras que jamás me había planteado. Así que buen trabajo, maestro, porque esa es la base de cualquier aprendizaje.
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