Grand battement, plié, passé y attitude

Después de un año entero librándome de la odiosa Educación Física llegué a la conclusión de que quizá el ejercicio no estaba tan de sobra. Aun contando con dos horas de sufrimiento a la semana, mi cuerpo no parecía estar por la labor: ni tonificaba ni adelgazaba (cosa que tampoco necesitaba), no ampliaba mis capacidades, seguía asfixiándome con tan solo un minuto a trote, y por si no fuera lo bastante horrible, sudaba. Todos mis compañeros adoraban esa asignatura, mientras yo prefería atarme una soga al cuello cada vez que me tocaba ponerme las deportivas. Un bicho raro y sedentario. No es que fuera vaga, sino que veía que torturar mi cuerpo durante horas no surgía ningún efecto. No notaba ningún cambio, por lo que lo veía inútil.

Dicen que más vale tarde que nunca, y que nunca es tarde si la dicha es buena. El caso es que a lo largo de todo este año de vacaciones antideportivas sí que he visto algo de cambio: carnes más fofas, agujetas sin apenas esfuerzo, me asfixiaba mucho antes... También dicen que año nuevo, vida nueva. Eso me llevó a pensar que quizá si que necesitaba tomarme en serio el hacer algo de ejercicio, que además me distraería de las clases y me apartaría de la pantalla del ordenador al menos un rato.

Es cierto que nunca he sido muy amiga de los gimnasios. Pagas todo el mes, te dan mil cosas para poder hacer, ninguna te llena y acabas sin ir a pesar de tenerlo frente al portal de tu casa. Yo quería algo distinto, no sabía el qué, pero no estaba dispuesta a volver a un gimnasio, esta vez no caería en la trampa.

Un día al salir de clase se nos acercó una chica que repartía folletos. Al vivir en una ciudad turística estoy más que acostumbrada a cogerlos, guardarlos en el bolsillo y tirarlos al llegar a casa; si ese día me siento amable como para siquiera cogerlo. La chica insistió, hablándonos de su trabajo: una escuela de baile y artes escénicas. En seguida mi moral se hundió, apenas unos milímetros, pero deseé no haberme sentido amable esa mañana. Bailar, algo que siempre había querido hacer pero nunca me había atrevido. Algo para lo que, completamente segura, era demasiado mayor. Sí, yo, con dieciocho años, mayor.

El caso es que me entró la curiosidad y miré la página web. Todo parecía tan idílico... Todo tipo de disciplinas en danza, teatro, instrumentos, profesores profesionales, un edificio entero para la escuela, salón de actos. Un sueño. "¿Dónde vas tú, criatura? Una escuela de baile..."

Entonces lo vi. Danza clásica... (Cuántas veces había deseado yo que mis padres me apuntasen desde pequeña a esas cosas) ...para adultos. Espera, ¿¡qué!? ¿Para adultos? ¿Danza clásica para gente sin un centímetro de flexibilidad, patosa y atrofiada? Creo que esa soy yo.

La escuela además se encontraba en jornada de puertas abiertas, por lo que me lancé de cabeza a enviarles un mensaje preguntándoles si podía probar una de sus clases. Tuve respuesta en menos de un cuarto de hora, así que todo parecía empujarme a ello. Ese mismo día estaba corriendo a la tienda más cercana para comprarme los leggings que no tenía desde hacía años, porque en unas horas tendría mi primera clase oficial de ballet.

Llegué a la escuela una hora antes.





He de decir que no fue tan perfecto como imaginaba. Me perdía una y otra vez, no entendía las terminologías, me notaba rígida, y mientras mis compañeros ya sabían seguir perfectamente la clase, yo miraba una y otra vez el reloj. Sin embargo, a pesar de sentirme más torpe de lo que esperaba, no fue ninguna decepción. Hacía años y años que soñaba con saber cómo era hacer ballet, con la enorme lástima de ser demasiado mayor para entrar en ese mundo, y por fin había probado una verdadera clase. 

Hoy día, dos meses y medio más tarde (lo que significa un gran mérito para mí), sigo yendo a clase de danza clásica. Y no solo he conseguido de retomar algo de ejercicio, sino que me he enamorado perdidamente de esta disciplina. Sí, yo, con dieciocho años, mayor. He descubierto que no es tan simple como parece desde fuera, que la vida sacrificada de las bailarinas de la que tanto se habla es cierta, que requiere no solo gran capacidad de coordinación, sino grán capacidad musical, el imprescindible amor por el arte.

Hoy día, tengo dos horas a la semana, como en la era de Educación Física, y practico el doble de ellas, intentando superarme cada día. Soy capaz de andar largas distancias sin cansancio, las agujetas ya no existen, he mejorado mi postura y ya percibo rasgos de esa tonificación que yo esperaba. Me siento más alegre, más realizada, más motivada. Ya no soy la patosa de la clase, conozco las terminologías e incluso no me hace falta mirar a los demás para no perderme en las coreografías.

Sí, querer es poder. No importa si piensas que tu flexibilidad está perdida, puedes trabajarla. No importa si no has bailado en tu vida, tiene que haber una primera vez. Más vale tarde que nunca, y no es solo por que lo digan. Constancia. Decisión y constancia, es lo único que se necesita para poder llegar a cualquier parte. 



A mí aún me queda gran camino por recorrer, o por bailar, según se mire, pero sigo conformándome con un simple demi pointe durante mucho más tiempo. Y es que no tengo prisa, quiero ir poco a poco, paso a paso, piqué a piqué. Me gusta lo que hago, tanto que cuando no tengo clase me paso las horas echándolo de menos. No puedo arrepentirme de haber empezado tan tarde con algo que me hace sentir tan bien, tan completa, ni siquiera me importa no haber empezado antes, ya no.

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